COMPOSTELA: CRISOL DE
SENSACIONES ENCONTRADAS
Comunidad de Galicia
Marzo de 2006
Mi voz resonaba con fuerza por las
naves de la catedral de Santiago... “Lectura del Génesis”. En aquellos días
Dios puso a prueba a Abraham llamándole: ¡Abraham! Él respondió: aquí me
tienes. Dios le dijo: toma a tu único hijo, al que quieres, a Isaac, y vete al
país de Moriyah y ofrécemelo a Mí en sacrificio, en uno de los montes que yo te
indicaré. Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abraham levantó
allí el altar y apiló la leña. Luego, ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el
altar, encima de la leña y, entonces, Abraham tomó el cuchillo para degollar a
su hijo; pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: ¡Abraham!, ¡Abraham!
Él contestó: aquí me tienes. El ángel le ordenó: no alargues la mano contra tu
hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios porque no te has reservado a
tu hijo, tu único hijo. Abraham levantó los ojos y vio un carnero enredado por
los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio
en lugar de su hijo. El ángel del Señor volvió a gritar a...
Un nudo en la garganta amenazaba con
arruinar mi lectura. La emoción me embargaba y a duras penas podía continuar
leyendo. La lectura que me había correspondido era, a todas luces, sumamente
dura. Hice un esfuerzo y, sin interrumpir en ningún instante mi intervención en
la misa del peregrino, continué hasta terminar el correspondiente versículo: todos
los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia porque me has
obedecido...
Mirando a los fieles que llenaban la
basílica, finalicé diciendo: “Palabra de Dios”.
Respiré aliviado. Había conseguido
finalizar la lectura que, como peregrino llegado ese mismo día, es tradición
secular realizar. Efectivamente, tras culminar los ritos iniciales y nada más
comenzar la liturgia de la palabra, como jacobita que ha concluido su
peregrinación, podemos participar en la misa leyendo en la primera lectura
(siempre del Antiguo Testamento) o, tras el correspondiente salmo, hacerlo en
la segunda que, en esta ocasión, versará sobre algunos versículos del Nuevo
Testamento.
Muchos jacobitas pierden la
oportunidad de llevar a cabo esta emotiva participación –posiblemente por
desconocimiento de ello- pero podríamos asegurar, sin duda, que su realización
supone el culmen más emotivo de toda la senda jacobea. ¡Qué mayor honor que
llegar a la catedral, hacer el recorrido de toda la basílica y, tras el abrazo
al Apóstol, participar activamente en la llamada “misa del peregrino”! El
momento no deja indiferente a nadie.
A veces (y siempre en Año
Santo Compostelano), se pone en funcionamiento el botafumeiro poniendo un
broche de oro a la mencionada misa. El enorme incensario, balanceado al unísono
por los “tiraboleiros”, se eleva, cual gigantesco péndulo, a lo largo del
crucero. Por fortuna, en atención a un numeroso grupo de jacobitas provenientes
de un colegio de Extremadura, tuve la suerte de poder sentir en “mi misa” –como
cariñosamente llamo a la misa en la cual leo- toda la emoción de una
circunstancia tan solemne. El sonido del órgano rebotando en las paredes de la
catedral, unido a la estela de humo y fuego dejada por el botafumeiro, crea una
sensación absolutamente irreal. Es algo indefinible que no puede ser
comprendido más que contemplando y participando en tan significativa
ocasión.
Al término de la celebración
eucarística, salí a la calle. El día, radiante, empapaba colores luminosos por
doquier.
Pienso en el momento de llegar a
Santiago de Compostela. Noté que, como a todos los peregrinos que arriban a
esta ciudad, sin quererlo, una emoción “in crescendo” me embargaba. Desde el mismo instante en el cual
comencé a pisar la Avenida de los “Concheiros”, sentí que no tenía ganas de
hablar. Tan sólo el sonido cadencioso de mi bordón me acompañaba. Me abstraía
con tal intensidad que ni siquiera el estruendo, incómodo pero inevitable, del
tráfico perturbaba mi consciencia. Mis pasos, firmes aunque nerviosos, se
dirigían, tras rebasar el Crucero de San Pedro y la calle homónima, hacia la calle
Azabachería e, intuyendo ya la proximidad de la Plaza del Obradoiro, me
sumergía en la Vía Sacra para, así, acceder a la Plaza de la Quintana. Mi
estado anímico era tal que sólo tenía una idea en la cabeza: llegar a la
fachada principal de la catedral.
Revivo la llegada a la Plaza del Obradoiro.
Es un momento único que cada uno percibe de acuerdo con su propia naturaleza:
unos dan saltos de alegría, otros se abrazan entre sí derramando unas lágrimas
que no sabrán explicar; otros no saben qué hacer y deambulan, nerviosos, de un
lado para otro, en un estado de evidente confusión momentánea. Han sido muchos
kilómetros, mucho tiempo, muchas experiencias vividas... y es ahora, al llegar,
cuando todo ese bagaje contenido se desborda rebosando, incontenibles, nuestras
sorprendidas defensas. No estábamos preparados para ello. Nos cogerá de
improviso y no seremos capaces de evitarlo. Cada cual reaccionará de una forma
diferente.
Sin embargo, nuestras sorpresas no se
habrán detenido aquí. Al llegar, culminamos la peregrinación, finalizamos ese
ejercicio repetitivo que veníamos practicando cada día: levantarnos, asearnos,
arreglarnos y hacer por enésima vez la mochila, desayunar, comenzar a caminar,
llegar al siguiente albergue, sellar la credencial, “tomar posesión de nuestra
cama”, ducharnos, lavar la ropa que corresponda, relajarnos, cenar, dormir... y
vuelta a empezar. Sí, todo este ritual se ha acabado. Hemos llegado a nuestro
destino. La tumba del Apóstol (se sea creyente o no) ahí está para poder
postrarnos ante él. Sí, “hemos terminado”. Sin embargo no aceptamos esta
realidad. Descubrimos que esas “penurias” que estábamos pasando, ya empezamos a
echarlas de menos. Ahora que estaba empezando a gustarnos... va y se termina.
Unos habrán descubierto la caridad y
la hospitalidad, otros unos paisajes y una riqueza cultural de primer orden,
otros a sí mismos... otros incluso al amor de su vida (bastantes parejas se han
conocido en el Camino). No importa que hayamos recorrido 800 kilómetros.
Sentiremos que en nuestro interior, aunque estábamos deseando llegar, por otro
lado deseábamos que nuestra meta se alejara; estábamos, en el fondo, deseando
que el Camino continuara y continuara sin fin. Empezamos a comprender que, con
ser importante el destino final, el Camino era lo que nos llenaba. Compostela
siempre estaría ahí delante, siempre sería “nuestra meta” pero el Camino,
lamentablemente, ya se queda detrás.
También en Santiago comprendemos que
ya debemos regresar a nuestra habitual forma de vida; que debemos volver a las
prisas, a la sinrazón, al agobio de los deberes cotidianos impuestos. Tendremos
que acercarnos a coger los billetes de vuelta... tendremos que acostumbrarnos a
la idea de que, al menos de momento, hemos finalizado nuestro Camino de las
Estrellas.
Muchos volverán en los próximos años
al entender que quedan aspectos asaz interesantes que debemos matizar o
profundizar; pues sentimos que hay circunstancias, detalles que se nos han
escapado. Tal vez sea por el mismo camino o por algún otro de los muchos que se
dirigen a Santiago. No obstante, ya nada será igual en sus vidas. Sentirán que
son más independientes, que el Camino les ha enseñado que existen otros valores
capaces de proporcionar satisfacciones en todos los órdenes y ello sin tener
que hacer grandes inversiones en adquirir bienes superfluos que considerábamos
imprescindibles.
No sé muy bien el porqué, pero me
vienen a la memoria las líneas escritas en el “Codex”, en su libro V, en
relación con el cuerpo y el altar de Santiago:
Pero puesto que hasta aquí hemos
tratado de las características de la iglesia, trataremos ahora del venerable
altar del Apóstol. En la referida y venerable catedral yace honoríficamente
según se dice el venerado cuerpo de Santiago, guardado en un ara de mármol, en
un excelente sepulcro abovedado, trabajado admirablemente y de conveniente
amplitud, bajo el altar mayor, que se levanta en su honor. Y también se
considera que este cuerpo es inamovible, según testimonio de san Teodomiro,
obispo de la misma ciudad, quien en otro tiempo lo descubrió y en modo alguno
pudo moverlo. Ruborícense los envidiosos trasmontanos, que dicen poseer algo de
él o reliquias suyas. Pues allí está entero el cuerpo del Apóstol, divinamente
iluminado con paradisíacos carbunclos, constantemente honrado con fragantes y
divinos aromas y adornado con refulgentes cirios celestiales y diligentemente
festejado con presentes angélicos. Y sobre su sepulcro hay un pequeño altar,
que, según se dice, hicieron sus mismos discípulos y que, por amor del Apóstol
y de sus discípulos, nadie ha querido demoler después. Y sobre él hay un altar
grande y admirable, que tiene cinco palmos de alto, doce de largo y siete de
ancho. Así lo medí yo con mis propias manos. Así, pues, el altar menor está
encerrado bajo el mismo altar grande por tres lados, a saber, por la derecha,
por la izquierda y por atrás, pero abierto por delante de forma que puede verse
claramente el altar viejo quitando el frontal de plata. Y si alguien quiere
mandar, por devoción a Santiago, un mantel o un lienzo para cubrir el altar
apostólico, debe enviarlo de nueve palmos de ancho y veintiuno de largo. En
cambio, si alguien enviare por amor de Dios y del Apóstol un palio para cubrir
el altar por delante, procure que su anchura sea de siete palmos y su longitud
de trece.
Curiosa manera de describirlo.
El saludo de un peregrino al que
conocí en algún lugar, me devuelve a la realidad. No me extraño de no haberle
visto ya que me siento como si flotara; me siento satisfecho y con una enorme
paz para conmigo mismo... con una enorme paz para con los demás. Miro el reloj
y veo que ya va siendo hora de buscar algún lugar para comer. Hoy, al haber
estado en la catedral, no podré acercarme al Hostal de los Reyes Católicos para
participar en la hospitalidad de sus tradicionales alimentos al jacobita.
Ciertamente, es de agradecer que conserven la tradición hospitalaria de antaño
manteniendo el ofrecimiento de poder desayunar, comer y cenar a los diez
primeros peregrinos que se presenten para tal cuestión.
Dirijo mis pasos a través de las
pétreas callejuelas dejándome llevar por el azar. Me gustaría inmovilizar el
tiempo, que éste no corriera, que mis sensaciones más íntimas se mantuvieran
incólumes y gravitaran a mi alrededor preservándome del ritmo y filosofía de
vida actuales. Aunque estoy rodeado de personas que llevan prisa, que tienen
mil preocupaciones, que viven “confortablemente instalados” en una
superficialidad rayana en la desesperación, me siento como si no perteneciera a
la realidad que me circunda aunque me sienta plenamente en armonía con el ser
humano. Tengo una extraña sensación de pertenecer a otra dimensión, de ser
portador de experiencias que ellos ni siquiera sospechan...
Las circunstancias de cada día nos
zarandean, con frecuencia con tal fuerza que, muchas veces o, al menos alguna
vez, nos tambaleamos e, incluso, caemos. Circunstancias familiares, laborales,
psíquicas, físicas... un largo etcétera que, en tumultuosos remolinos, nos
empujan en direcciones inconexas. El Camino, aunque parezca difícil de creer,
supone una “terapéutica” que propicia nuestra elevación espiritual en todos los
órdenes. Es, sencillamente, apasionante.
Ayer y hoy, Santiago sigue
siendo para los peregrinos un crisol de sensaciones encontradas. Encontradas en
su doble significación: por una parte en la significación de hallar, de
revelación; por otra en su significación de oposición, de ímpetu por destacar
unas sobre otras, de corrientes convergentes y opuestas al mismo tiempo. Será
esta mezcolanza la que determine su peculiaridad. En nosotros reside la
facultad de saber conjuntar y extraer sus enseñanzas o, sencillamente, dejarnos
llevar por ellas.
Dice Séneca en su obra “Troades”: “DEDISCIT
ANIMUS SERO QUOD DIDICIT DIU” (“tarde se olvida lo que se aprendió con largo
esfuerzo”).
GALERÍA DE IMÁGENES
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