HISTORIA DEL PERRO PEREGRINO
Comunidad de La Rioja
Enero de 2006
Yo nunca había oído hablar de los
perros peregrinos. Nunca había imaginado que pudieran existir en el Camino
perros que vagan deambulando a lo largo de la senda jacobea al son de los que
se dirigen a la tumba del Apóstol. Perros que, cuando ven a un hombre con “una
gran joroba” y que anda apoyándose en “tres patas”, intuyan que ese será un
buen amo, que será alguien que les proporcione cariño, alimentos en la medida
de lo posible, compañía... no, nunca había oído hablar de ellos y, sin embargo,
al parecer, sí son relativamente frecuentes –sobre todo en invierno-
conformando con ello una más de las peculiaridades con las que nos
encontraremos a lo largo de nuestro devenir jacobeo y que, sin duda, nos
sorprenderán. En este caso, además, el perro en cuestión (ni siquiera sé su
nombre... aunque creo que eso da igual) significó para mí una auténtica lección
que no será fácil olvidar.
Ésta es, pues, la historia de uno de
ellos...
El día no había sido excesivamente
duro. Me levanté temprano –para ver amanecer- y salí de Azofra hacia Santo
Domingo de la Calzada. La fresca temperatura (que no fría) me avivaba los
sentidos y los ondulados campos, desnudos, formados por sementeras todavía
adormecidas, por tierras en barbecho que aguardan pacientemente recobrar sus
fuerzas, por un horizonte dilatado o próximo a mi paso, me recibían con
agradecimiento. Al frente, sólo la serpenteante silueta del Camino y las
pequeñas mesetas vigilantes. Poco a poco, el sol se eleva perezosamente y
comienza a calentar con esa tibieza que sólo el invierno proporciona. Todo es
límpido, diáfano... Llego a Santo Domingo de la Calzada (la “Compostela
riojana, como algunos la citan) y entro en el pueblo dirigiéndome, por la calle
Mayor, al número 42 de la misma. Allí se encuentra el albergue; uno de esos
albergues que guardan el sabor de la historia, el sabor de lo auténtico, el
sabor del sentir que sus muros y paredes rezuman una humanidad de la que fueron
impregnadas siglo tras siglo con el roce de tantos peregrinos que por allí
pasaron… En la puerta hay un cartel que dice: “Casa de la Cofradía del Santo.
Albergue de Peregrinos”. Entro. Me sorprende su enorme recibidor, solado con
innumerables cantos rodados. Un destartalado carro, entre la penumbra
propiciada por el paso del exterior a un interior macilento, reposa de su
fatigosa y seguramente larga vida en un bien merecido descanso. A la izquierda,
en la sosegada oscuridad, observo una pintura de grandes dimensiones con la
figura de Santo Domingo. Parece mirar hacia mí fijamente, como queriendo
estudiarme y deducir si acaso fuera un buen peregrino. Separo mi vista de la
pintura y, tras los trámites de rigor, subo a los dormitorios para, como cada
día, deshacer la mochila, asearme, lavar alguna que otra prenda y salir a
interesarme por las peculiaridades del lugar...
Cuando volví, tras haber cenado, me
encontré con unos peregrinos que departían en animada conversación con la
hospitalera. Estaban hablando de un perro que había llegado con ellos. “Desde
luego -comentaba la hospitalera-, el perro no puede subir a los dormitorios
pero, claro, tampoco podemos dejar que duerma en la calle... con el frío que
hace de madrugada”. “Creo –continuó- que lo mejor será que lo dejemos aquí, en
el recibidor, con unos papeles en el suelo para que no sienta tanto el frío de
las piedras”. Los peregrinos estaban de acuerdo aunque, por lo que pude saber
después, insistían en que ese perro no era de ellos, que era un “perro
peregrino” que se habían encontrado por Roncesvalles y que se les había unido
sin poder evitarlo. Desde entonces, según afirmaban, no se había vuelto a
separar. Francamente, me sorprendieron estas palabras. ¿Un perro peregrino?
¿Cómo podía ser? Me interesé y, desde luego, confirmaron sus comentarios
aseverando, además, que esto era relativamente frecuente y que los pobres
animales tenían un instinto especial para distinguir a aquéllos que estaban
haciendo la senda jacobea del resto de los mortales... Continuamos charlando un
rato y, al poco, nos acostamos. Al día siguiente nos aguardaba otro tramo del
Camino con unos horizontes cada vez más dilatados y con la presencia de los
últimos viñedos de las tierras riojanas...
Al salir del albergue (los otros
peregrinos habían salido muy temprano y yo era el último) con la mochila
dispuesta a hacer otra tanda de kilómetros y, antes de nada, desayunar, pareció
que, de alguna manera, las cosas no me estaban saliendo demasiado bien. En
efecto, al tirar de la puerta interior para cerrarla, mediante una gruesa
argolla de, posiblemente, cientos de años, ésta cayó estrepitosamente al suelo
con un sonido quedo, solemne, rotundo que el eco se encargó de multiplicar para
mortificación mía. Iba roscada y la rosca, tal vez por el paso del tiempo, no
pudiendo resistir más su misión, abandonó su esfuerzo e, inánime, cayó inerte.
Intenté colocarla en su sitio pero fue en vano. Por encima de mí, la figura del
Santo me observaba atentamente, con acusada gravedad; casi podría decir que
estaba recriminándome mi “torpeza” y hasta se me antojaba que fruncía
especialmente su ceño. No podía evitar sentir su presencia. Tras un rato de
infructuosos esfuerzos, opté por dejar la argolla en un ventanuco interior para
que la hospitalera pudiera ponerla con las herramientas adecuadas. Salí...
Nada más abrir el grueso portalón de
la calle, un hocico negro como el azabache de la artesanía compostelana, se
puso al lado de mi pierna. Jadeante, alegre, contento, el perro peregrino estaba allí, saltando a mi
alrededor y esperando alguna caricia mía. Me quedé sorprendido pues, al
parecer, tras cientos de kilómetros, los dos peregrinos que habían llegado con
el perro, habían optado por abandonarlo; posiblemente por las “molestias” que
les causara o por cualquier otra razón que yo ignoraba... o, quizá, el perro
había decidido cambiar de compañía... Debo confesar que mi primera reacción fue
de preocupación. ¿Cómo iba a hacerme cargo del pobre animal? Tendría que
proveerlo de comida, asearlo en la medida de mi mejor voluntad, tendría que
responsabilizarme de él, debería dar explicaciones en los albergues... si
hubiera algún problema yo sería, aparentemente, su dueño... además, ¿qué haría
con él cuando llegara al Cebreiro y tuviera que dormir el pobre perro encima de
la nieve? Por supuesto, no pensaba meterlo dentro de mi “mini-tienda”, hocico
contra hocico (con perdón)
Continuamente buscaba excusas
egoístas para no hacerme cargo de él y mientras yo desgranaba todos estos
pensamientos, el animal daba vueltas alrededor de mí acercándose y mirándome
con unos ojos de súplica que difícilmente se pueden olvidar.
Al lado del albergue había una
cafetería. Entré para desayunar y el perro se quedó en la puerta sentado y
observándome con fijeza. La gente entraba y casi tenían que hacerlo de lado
para no pisarlo. Alguien preguntó que si era mío el animal. Conté lo que había
pasado y, al principio, algunos parecía como si pensaran que no fuera cierto.
Al poco, me aconsejaron que me dirigiera a la policía local para que ellos se
encargaran de retener al perro y llevarlo a alguna perrera en donde “seguramente
alguien lo adoptaría” ya que, desde luego, “si hubiera algún problema, todo el
mundo habría visto que el perro venía conmigo”. Creo que esto era lo que estaba
esperando en lo más profundo de mi ser: que alguien me diera una coartada para
poder actuar de una forma tan cruel y, así, deshacerme del pobre can sin
mayores remordimientos. Salí con la vana esperanza de despistarlo en alguna
esquina (tras preguntar en la cafetería –ignominiosamente- que si existía
alguna salida posterior) Yo mismo me sentía miserable y vil ante mi actuación.
Era ridículo. Pero intentaba, por todos los medios, no pasar el mal trago de ir
a la policía local. ”Jugamos” un rato al escondite. Yo caminaba detrás de él
intentando aumentar poco a poco la distancia entre ambos. Cuando estaba a
cierta distancia me daba la vuelta y torcía por la primera calle que me
encontraba… Pero ¡ah!, ingenuo de mí, el perro se daba la vuelta y en seguida
me localizaba para mi vergüenza… Otra vez la misma “táctica”: procuraba que se
distrajera y cuando el animalillo miraba para la derecha, yo me metía por la
callejuela de la izquierda… Pero no; todo era en vano –además de absolutamente
ridículo y humillante. El perro siempre me localizaba y, alborozado, jugaba a
mi alrededor. Pregunté por la dirección de la policía. Me dirigí a la comisaría
y, no si antes tragar varias veces saliva pero con la coartada moral de que “me
lo habían aconsejado”, expliqué mi situación. Comprendieron que no podíamos
dejar libre a un perro en estas condiciones y se encargaron de retenerlo para
que, posteriormente, los de la perrera, se hicieran cargo de él “por su bien”.
Los días que transcurrieron
posteriormente fueron francamente duros para mí. No podía perdonarme haber
correspondido a la necesidad de cariño de un animal que no ladraba a nadie ni
se metía con nadie, que sólo quería acompañar a los peregrinos a cambio de una
caricia, que siempre me dirigía una mirada de alegría y gratitud... con la
perrera. Me lo imaginaba aullando tras una alambrada, con la mirada triste y
desesperada... Cada vez que ponía un mensaje con el móvil a mi familia o a mis
amistades, no podía evitar mencionar lo miserable que me sentía, lo egoísta que
era, la pena que me daba que el pobre perro estuviera encerrado por mi culpa.
Sí, por mi culpa; pues creo que ya somos mayorcitos como para escudar nuestras
acciones en aquellos consejos que nos interesen y nos sirvan de excusa y
coartada.
Las jornadas se iban deslizando. No
me abandonaba el recuerdo del pobre perro. Ya no caminaba tan contento y
satisfecho de ir desgranando etapas. En mi interior algo se revolvía, algo me
remordía la conciencia. En aquellos instantes, me juzgaba como el más
despreciable de los mortales.
Y pasó algún tiempo hasta que...
Eran las seis de la tarde. Ya las
luces se retiraban dejando paso a las sombras tintineantes de las farolas. Las
gentes se recogían, poco a poco, en sus domicilios. Un ligero viento mecía la
vieja banderola en lo alto de un edificio. El sonido del chorro de una fuente
daba algo de vida a una plaza que todavía presentaba algunas manchas de una
pretérita nevada. Algunas personas de avanzada edad entraban en la iglesia tras
subir penosamente los escalones, enfundándose en sus bufandas pues ya arreciaba
el frío vespertino. Una luz mortecina y amarillenta destilaba entre los
estrechos ventanales del templo... En este entorno, con la cadencia del lento
pasar de los minutos, y con el balanceo de una farola que, a pocos metros de mí
movía la cabeza de manera extraña y casi diría que recriminatoria, me
entretenía en fotografiar todo aquello que me llamaba la atención: ora un viejo
balcón, ora una perspectiva insinuante, ora una composición con juegos de luces
y sombras, ora un detalle curioso...
Me hallaba con la cámara hacia lo
alto de la iglesia. Mis manos la sujetaban firmemente y me disponía a efectuar
la toma. En aquel momento noté que me hacían alguna seña golpeándome suavemente
la pierna. Pensé que algún niño me quería decir algo... miré para abajo y no
podía dar crédito a lo que estaba viendo. ¡El perro peregrino estaba allí!;
libre, contento, jadeante a mi lado. Inmediatamente lo acaricié con el
propósito de no abandonarlo pues me había hecho ver que los humanos, por
egoísmo, somos capaces de las mayores aberraciones. El perro me agradecía las
caricias que le dedicaba y se arrimaba a mi pierna para sentirse más cerca de
mí... pero lo que ocurrió a continuación no me lo esperaba. Tras mis muestras
de alegría (y de conciencia aliviada, todo hay que decirlo) el perro se alejó y
se sentó, satisfecho por el deber cumplido, a la puerta de un restaurante:
había encontrado un nuevo amo.
¡Tan sólo al verme desde lo lejos,
había venido a saludarme! Sin rencores, con alegría, con cariño...
Fue una lección de las que nunca se
olvidan.
GALERÍA DE IMÁGENES
SE DICE QUE SON UNOS DE NUESTROS MEJORES AMIGOS...
ResponderEliminar...Hagamos reciproco este sentimiento, aunque quizás nosotros los Peregrinos tengamos mas experiencias con Perros en aptitud "amenazante" para con nosotros, lo cierto es que también ocurre que se hagan amigos nuestros y nos "acompañen" por unos metros o incluso kilómetros, en esta situación lo mejor es...
Ver aquí>>>> http://fernandopugaiglesias.blogspot.com.es/2013/11/se-dice-que-son-unos-de-nuestros.html?showComment=1383823559831#c5928634824998594479
Bonito, sentimental, y porque no tierno relato compartes, me alegro del final feliz
Ultreia
Gracias, amigo Fernando, por tus comentarios y tu colaboración con el blog. Dices bien: creo que, ciertamente, fue una bonita, sentimental y tierna experiencia; aunque, eso sí, resultó muy dura mientras se gestó. Los perros peregrinos existen y es en el invierno cuando podemos ser más conscientes de esta sorprendente realidad.
EliminarRecibe un cordial saludo.