POR LOS PÁRAMOS
CASTELLANO-LEONESES
Comunidad de Castilla y León
Enero de 2007
Hoy he llegado temprano al albergue.
Ha sido una etapa tranquila, sin altibajos que, incluso, se podría calificar de
monótona; pero de una monotonía totalmente propicia a la interioridad y al
fructífero soliloquio. Estoy en pleno páramo, en las desérticas superficies de
la Tierra de Campos. El horizonte da pábulo a una infinita dilatación de
nuestros pensamientos. Nada se opone a ellos al igual que nada se opone al paso
del viento que, en sus ansias de inmensidad, vaga libremente por estos parajes,
insuflando sensaciones de libertad y grandeza. Un rectilíneo andadero,
flanqueado por campos en los que afloran cantos rodados (llamados por esta zona
“marrillos”) y sin más variaciones que algunas charcas o lagunillas en sus
cercanías, me ha conducido hasta aquí. He llegado, como digo, temprano; justo a
tiempo para asistir a misa, pues hoy es domingo.
Al entrar en la iglesia me senté en
los últimos bancos dejando la mochila a mi lado, en un lugar que no molestara.
La iglesia es sencilla pero bonita. Está dedicada a San Pedro y tiene una
antigüedad, según me comentó algún vecino, de varios siglos. Me llama la
atención la presencia de dos monaguillos por lo poco habitual que resultan ya
(después supe que se llamaban Javier y Daniel, hermanos gemelos, que
normalmente desempeñan esta labor cada fiesta de guardar) Terminado el oficio
religioso, me dirigí al albergue para sellar la credencial e instalarme,
ducharme, lavar la ropa, arreglarme y salir a visitar esta pequeña población
que, aunque ya me era conocida por mis anteriores peregrinaciones, no por ello
deja uno de descubrir en cada calle, con cada esquina, en cada plazuela o en
los aledaños, pequeños y encantadores detalles que merecen una buena
fotografía, una sonrisa e, incluso, alguna reflexión. Por supuesto, no puede
faltar la amena conversación con algún vecino del pueblo que me pueda aclarar
algún aspecto del mismo o, simplemente, que me cuente algo sobre sus recuerdos
o sus siempre interesantes impresiones avaladas por su experiencia y sus años.
De momento, tengo tres compañeros en
el albergue. Uno es belga y recorre la senda jacobea por segunda vez. Al
parecer, en su primer Camino, quedó impresionado por su fuerte singularidad y,
en buena lógica, se decidió a repetir la experiencia dejando, de paso, una
peculiar e interesante constancia visual de su tránsito por él. Dado que es un
gran aficionado a las artes plásticas, lleva en su mochila un pequeño maletín
de pinturas y va plasmando, en un pequeño cuaderno, unas preciosas acuarelas. Me
enseña algunas y no tengo por menos que felicitarle. Según me cuenta, su madre
hizo la promesa de caminar con su hijo hasta Compostela; pero cuando iba a
iniciar su voto, una enfermedad la dejó recluida en la cama para siempre. Por
ello, él quería que su madre, aunque no lo pudiera hacer, viera y participara
del Camino a través de los dibujos de su hijo y, de esta manera, sentir que, de
alguna forma, lo habían podido realizar. Me pareció una historia entrañable y
me hizo pensar sobre lo afortunados que somos por, simplemente, poder andar y
movernos sin problemas. Muchas veces no nos damos cuenta de que nuestras
amarguras y nuestras frustraciones, nuestros desánimos y mezquindades lo son
porque no valoramos las cosas sencillas, lo inmediato, lo fundamental...
El crepitar de la chimenea comenzaba
a disminuir. Las llamas, en angustiosas convulsiones, devenían en un lento
declinar. Al salir para coger algo de leña, antes de que se apagara el fuego,
fue cuando nos dimos cuenta de que había comenzado a nevar. Todavía eran unos
copos finos y remolones que aún no habían cubierto el suelo; si acaso, algún
arbustoque no lograba esconderse a tiempo. Por el estado del cielo y por el
frío reinante, todos intuíamos que empezaría a arreciar de un momento a otro.
Cogimos rápidamente las maderas y entramos sin mayor demora. Al poco, las
llamas se arremolinaban nuevamente; tiñendo de indecisas y traviesas sombras la
sala del albergue.
Agustín se encontraba en esos
momentos a mi lado. Es un hombre vasco entrado en años (calculo que... unos 65)
de pelo cano, frente surcada por sinuosas arrugas, ojos azules, nariz algo
aguileña y unos pómulos ligeramente prominentes. Su complexión, atlética, hace
que parezca algo más joven de lo que en realidad debe de ser. De su estatura
podría decirse que no era excesivamente alto aunque tampoco bajo. Hablaba sin
descanso. Según comentaba, ya había hecho el Camino unas trece o catorce veces
y, según decía, esperaba hacerlo unas cuantas veces más “para sentirse vivo”,
“para mantenerse en forma física y mental, para poder respirar cada día de su
vida sin sentir esa irremediable asfixia que tantas veces sentía oprimiéndole
el pecho”. A continuación, levantando un poco el tono de voz y brillándole los
ojos por el resplandor del fuego, dijo:
Desde luego, cada vez me gusta más el
invierno. De hecho, mis últimos ocho caminos han sido en el mes de enero...
Marcel (así se llamaba el belga) le
inquirió:
--Ya, pero ¿no se siente Vd. un poco
solo en este mes tan poco frecuentado… tan poco… cómo diría… tan poco… no sé,
cálido? Y haciéndolo tantas veces… Yo, este año, por motivos de trabajo, no he
podido encontrar otro momento... que si no, lo hubiera hecho a principios del
verano… cuando, no sé… es tan diferente… el compañerismo, el conocer a tantas
personas, el encontrar el bullicio y la alegría por dondequiera que uno pasa…
Yo no sería capaz de hacerlo siempre en el invierno… Se lo digo de verdad…
Porque…
--En absoluto -contestó interrumpiéndole momentáneamente-, es cuando he
conocido a los peregrinos “más verdaderos”, a aquellos que inician el Camino
con una profunda ilusión y procuran respetar el orden de los albergues, a
aquellos que “viven” el trazado jacobeo con toda su intensidad, sintiendo,
dentro de ellos, ese pálpito del misterio que encierra. Ello no quiere decir
–prosiguió- que los que hacen el Camino durante el resto del año no sean buenos
peregrinos, pues los hay excelentes, pero... no sé... hacerlo en invierno... es
por algo, por alguna inquietud especial, por alguna motivación muy singular...
En aquel momento bajó Mábel. Mábel
había sido la última peregrina en registrarse en el albergue. Había llegado
cuando las nubes anunciaban una pronta nevada o, al menos, aguanieve; cuando el
sol se ocultó definitivamente para abrigarse bien. Aparentaba unos treinta
años. Se notaba que había tenido algún accidente u operación pues cojeaba de
forma ostensible. Se sentó junto a nosotros. Sonrió e intervino en la
conversación.
--Yo, sin embargo, es la primera vez que
lo hago y, hasta el momento, sólo puedo decir que no me ha defraudado.
Presiento que este camino habré de terminarlo felizmente. Yo, como podéis ver,
ando con dificultad y, por ello, es para mí todo un reto llegar a Compostela.
Durante unos segundos, nos quedamos
mirando fijamente las brasas que se iban formando y guardamos silencio.
Removimos con un grueso palo los troncos y sentimos el intenso calor de la
chimenea en la cara. Al poco, Mábel, intuyendo que todos nos preguntábamos el
porqué de su esfuerzo y la causa de su problema físico, dijo:
--No sé si recordaréis que hace unos
años hubo un atentado en Estambul... una bomba que pusieron en un mercado...
hubo muchos heridos. Bueno, pues una de las heridas fui yo. Estaba allí, cerca,
y la metralla me atravesó la rodilla. Estuve a punto de perder la pierna.
Gracias a la intervención del cónsul y de otras personas que me ayudaron en tan
difíciles momentos, pude conservarla aunque, eso sí, a costa de varias
operaciones y de unos clavos que tendré que llevar para siempre.
Todos guardábamos silencio, atentos a
sus palabras.
--Cuando salí del quirófano casi no
podía andar y, la verdad, llegué a pensar que ya no podría hacerlo nunca más.
Fueron unos momentos terribles. Empezaron las rehabilitaciones y yo estaba muy
desanimada. Alguien me habló del Camino de Santiago. De cómo lo habían hecho,
incluso, personas en silla de ruedas. Me dijeron que sería capaz de hacerlo y
que, al culminarlo, sentiría que no existen fronteras para una persona con fe y
con determinación... que por intentarlo no perdía nada. Ahora, veo que aquellos
consejos han sido mi salvación, que he recobrado la confianza en mí misma y que
estoy sorprendida –tal y como me vaticinaron- de mi fuerza de voluntad... Si he
sido capaz de llegar hasta aquí, hasta, más o menos, la mitad del recorrido,
estoy segura de que llegaré a Compostela y podré dar gracias al Apóstol por
este milagro.
Seguimos charlando durante un buen
rato. El interior, cada vez se volvía más acogedor. Las palabras fluían
suavemente y un sutil hermanamiento gravitaba sobre nosotros. Todos, de alguna
manera, teníamos motivos para estar aquí. Todos teníamos un porqué. Todos
buscábamos algo.
...Ya estamos acostados. Observo, a
través del ventanal, cómo nieva. Ahora la nevada es mucho más intensa y el exterior
ya está cubierto de una nieve suave y amarillenta por la luz de las farolas. El
viento, jugueteando entre las calles, forma remolinos que hacen girar los copos
los cuales se adelantan unos a otros en un baile de extraños vaivenes. Un
vehículo con las luces encendidas y con su limpiaparabrisas retirando
rítmicamente los copos, avanza por la calle dejando las huellas de los
neumáticos tras de sí. Gira a la izquierda y se pierde entre las casas de adobe
que ya comienzan a engalanarse de blanco para pasar la noche.
No puedo dejar de pensar en lo
hablado junto a la chimenea. Puede que sea por el “encantamiento” que se
produce al cruzar los páramos castellano-leoneses, pero lo cierto es que he
podido constatar que en esta zona las conversaciones son más sinceras, más
sentidas, más fluidas que en otros lugares del Camino. Tal vez sea por la
sensación de soledad. Una soledad que, inconscientemente, nos induce a
sincerarnos con los que, como nosotros, se dirigen a la tumba del Apóstol
hollando esta ascética tierra de horizontes rectilíneos y cielos de esperanza.
Es posible que ésta sea una de las
grandes enseñanzas del Camino de Santiago: que con lo imprescindible seamos
capaces de reír, de convivir con otras personas, de atender a todas nuestras
necesidades, de comunicarnos y comprendernos, de compartir, de aprender, de
superar las dificultades con el mejor de los ánimos, de sorprendernos a
nosotros mismos ante lo que somos capaces de hacer y aguantar -además de
sentirnos satisfechos-. Frecuentemente lo accesorio se apodera de nosotros en
un mundo hedonista y nihilista que sólo busca la satisfacción inmediata en un
consumismo exacerbado conllevando inevitables frustraciones “per se”.
Pienso que el Camino, aunque sólo
sea por algunos días, nos evade de esta amarga realidad. Cuando volvamos
siempre nos quedará algo de lo que hemos sentido. Notaremos, en mayor o menor
medida, que somos distintos a cuando lo iniciamos... Mis ojos se cierran y el
sueño, poco a poco, me invade. Mañana conoceré otros lugares, hablaré con otras
personas, sabré de otras circunstancias, aprenderé a ser algo más feliz...
GALERÍA DE IMÁGENES
Gracias, muchas gracias por estos recuerdos que me han traido a la memoria la calzada romana bajo un diluvio, mis experiencias en Carrión de los Condes, mi estancia de hospitalero en Bercianos del Real Camino, y muchas otras cosas.
ResponderEliminarun fuerte abrazo;
Santos Vaquero Cuerva